La primera vez que entré a España, por la zona de Port Bou, me dio miedo cruzar la frontera por la posibilidad de que me detuvieran en migraciones. Era el año 1988, yo venía viajando en tren por más de veinte horas seguidas, con cuatro meses de embarazo y el corazón zurcido. Tenía 24 años y a pesar de estar muy confusa en cuestiones de amor, poseía absoluta claridad y conciencia en torno a mi condición de "ciudadana de segunda"; por lo mismo, sabía que en la entrada del aeropuerto de Barajas trataban mal a los latinoamericanos y que incluso habían devuelto a Buenos Aires, por no tener a mano los mil dólares exigidos, al famoso fiscal argentino que inculpó a toda la Junta Militar, Julio César Strassera.
Pero en Port Bou sorpresivamente nadie me detuvo, ni me hicieron una sola pregunta como cuando llegué a Moscú -durante esa década todo latinoamericano entraba a Europa vía Aeroflot-, por el contrario, dos policías de lo más amables me desearon buena suerte. Yo sonreía hasta que la sonrisa se me desdibujó cuando leí en la primera plana de El País (alguien tenía el diario desplegado mientras yo hacía la cola en la aduana) que a partir de una fecha próxima se pediría visados a algunas países latinoamericanos.
Doce años más tarde, en el verano de 2001, para poder entrar a España me exigieron una carta de invitación por escrito y con copia; cartas de mi oficina constatando que tenía un empleo estable; no sólo el resultado de mi último estado de cuenta bancario sino el balance de mis movimientos de todo el último mes; un seguro de viaje por el tiempo de la estadía; una constancia de una propiedad inmueble y 55 dólares por concepto de derechos consulares. Toda esta serie de medidas no hacen más que confirmar mi situación de ciudadanía de 1988, con el agravante que después de caído el Muro, se han levantado todo tipo de murallas reforzadas por pozos llenos de lagartos. Y todo esto porque simplemente nací en un país tan alucinante, complejo, contradictorio y extraordinario como es el Perú.
jueves, 26 de noviembre de 2009
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